“Los sueños, sueños son” decía Calderón de la Barca, hombre que nunca llegó a ver este maravilloso invento de la pantalla chica. De haber vivido en esta época le hubiera agregado “y cómo le sirven a la televisión”. Con perdón del poeta. Este aparato, a simple vista con la inocencia de un electrodoméstico, encierra en un mismo gesto toda la bondad y la crueldad que se pueda concebir.
Por un lado la concreción de un sueño de gente al límite de la desesperación o de la muerte. Un medio que se pone a ocupar el lugar, mediante una elección popular, del rol de nuestro estado. Porque no debemos olvidarnos que el público ya votó hace un año para que los chicos del Garraham, los de piel de cristal o los del Roffo no tuvieran que subirse al circo de la tele para mendigar una ayuda que cada día sale del bolsillo del contribuyente en forma de impuestos. Ya elegimos a nuestros representantes para que nos hagan la vida fácil. Pero no, ahí tiene que venir la tele para convertirse en ese moderno superhéroe que todo lo puede. En tanto y en cuanto te sumes a su particular reglamento interno: el todo vale.
Lo mostraron con una crudeza inusitada María Fernanda Callejón y Pampita, cuando en su cruce televisivo en Intrusos no repararon en pasarse factura por la inclusión de los chicos enfermos a la hora de conmover al espectador votante. Así va la cosa y en la particular visión de nuestro medio no está mal. Porque, por sobre los sueños, está el negocio y el rating. Fue obvio el uso de las imágenes más crudas para buscar ese voto que hicieras la diferencia. Nadie en su sano juicio pudo dejar de conmoverse con eso niños plagados de llagas y con la vida hipotecada. Ni a los chicos con cáncer que cada día reciben el cariño y la atención de ese portento de amor llamado Hospital Garraham.
Pero también es obvio que para el show todo sirve. Como para las familias que también saben que esa es su última esperanza de lograr lo que los políticos le niegan. Se unen dos desesperaciones. Una, la del negocio sin corazón de la televisión. La de toda, la que genera y la que reproduce. Otra, la de las instituciones, que ven con desilusión como la esperanza de los argentinos se degrada día a día con la anestesia que nos da la resignación. Pero además de los sueños existen los artistas. Gente con ganas de ayudar pero también de ayudarse. Cada uno de ellos también tienen un sueño absolutamente entendible: seguir sobreviviendo en esta jungla de cables y cámaras. Y a veces el ego le gana a la razón.
Fue evidente, como dijo casi a los gritos la Callejón, que la aparicion de los chicos del Garraham en el estudio le dio un condimento inusitado a la semifinal. “Nunca estuvieron”, le enrostró María Fernanda a su rival como una patraña encubierta para su derrota. “Siempre estuvieron”, intentó justificar la modelo como manera de defender los códigos de una industria donde el dolor vende y está permitido.
A veces la televisión logra cosas que parecen imposibles. Por ejemplo difundir la terrible enfermedad de los chicos con piel de cristal. Lo hace de una manera cruel, especuladora y con las mañas de un negocio donde todo vale. Pero lo hace porque, como nunca, el fin justifica los medios. Pocas veces quedó expuesto, como en estas finales de Bailando que los sueños son funcionales al show y no al revés. Era un secreto a voces que ya no se podía sostener ante tanto ego suelto en la pista. Pasadas las peleas personales, los escándalos, los shows particulares y los chivos profesionales, quedó pura y exclusivamente lo único importante: los sueños.
Y así se convirtieron en el arma secreta para ganar. Para ser claros: nadie en este mundo de la farándula quiere perder. Porque quedar en el camino, para muchos, es volver a remar en la arena, Porque ellos también tienen su sueño personal de triunfar, de recorrer los estudios, de figurar en la revistas, de conseguir un trabajo. A veces, la línea entre ambas ilusiones es tan fina que se confunden y no se sabe cual es la prioridad.
No es la primera vez que sucede. El año pasado, cuando Ximena Capristo ganó el Patinando, fue muy fuerte ver a los chicos con barbijos peleando contra el frío del estudio. Y ganó la negra más allá de sus virtudes. Dejemos la hipocresía de lado. A la tele le importa la tele y después el mundo. Pero desde ese egoísmo a veces logra cosas maravillosas. Pero no crean que por bondad absoluta. Porque vende. Así frío como se ve en estas letras de molde. Pero también hay un aprovechamiento de los que sufren y que saben que esa maquinaria, a veces sin sentimientos, es el único vehiculo para logar salvar una vida.
Así se formo esa sociedad perfecta que nos conmovió el lunes en esa semifinal que no sólo se dirimió en la pista o en los votos. Se definió en las tribunas y en cada una de esas imágenes que golpeaban con crudeza al corazón. Muchos piensan que los usaron. Tal vez se acerque mucho a la realidad. Pero así es la televisión en una sociedad donde nadie hace lo que debe. No le pidamos a este negocio que debe sobrevivir a toda costa que se convierta en una sociedad de beneficencia. Es apenas una maquina que funciona con el combustible del rating. Para eso hace falta, muchas veces, la frialdad de observar el dolor ajeno como parte de ese circo. Le hace bien a la tele. Pero también a los que sufren. Por eso se convierte en una tarea difícil intentar una crítica a la explotación cuando todos los protagonistas son conscientes que todo se trata de un show.
Lo único que sí se puede exigir es que todos los asuman. Los que los hacen y los que lo critican. El dolor y la angustia ajena venden. ¿Si no cómo se explica que cada vez que los políticos inauguran un hospital o una escuela lo primero que piden es una cámara? Show puro con un fin que hace imposible cualquier discusión. Pero esta vez, María Fernanda Callejón y Pampita pusieron blanco sobre negro y la cordura le ganó a la hipocresía. Es televisión, ni más ni menos.
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